Todo estaba oscuro.Solo podía ver un punto de luz debajo de la puerta. Una puerta oxidada, oxidada y cerrada. Apoyada en la fría pared, mientras intentaba deshacerme de esas cadenas que me apretaban las muñecas. Sangre, sangre y más sangre cayendo por mi frente. Pedía ayuda desesperadamente. Gritaba y gritaba. Nadie respondía o tal vez nadie quería hacerlo. Cada vez que esa puerta se abría, deseaba con todas mis fuerzas estar muerta, una patada y otra más, algún que otro punetazo y lágrimas, y ella allí, apoyada en la puerta, mirando silenciosamente, como si nada. Yo buscaba su mirada, pero ella la apartaba, y golpes y más golpes. Y quizás ella no podía hacer nada, o quizás sí, pero había algo que se lo impedía: él. Cuando la puerta se cerraba, me quedaba algo más tranquila. Una gota, una detrás de otra caían al suelo y cada vez me desesperaba más. Y otra vez la misma historia, un día y otro y el siguiente, y tal vez ya sin fuerzas y sin ganas de seguir, y todas las noches la misma pesadilla, y el mismo ruido, y la misma mirada que me iba matando poco a poco.
Paula Verdú Ruiz 4ºD
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